Una decisión completamente acertada: me topé con un estilo
lento pero de un lenguaje sencillo. Diálogos adecuados, descripciones
necesarias, reflexiones atinadas. Una voz narrativa en primera persona que,
poco a poco, deja entrever sus fobias y filias, frente a uno de los seres más
grandes que haya tocado su vida: su
padre.
La obra puede dividirse en dos partes. En la primera, está
la recuperación del paso infantil y juvenil de un personaje (que el autor le
presta la voz a su narrador) frente a 6 hermanas, madre trabajadora y un padre
comprometido con su familia, con él en particular al ser el único hijo varón, y
con su país: es un médico colombiano dispuesto a modificar las políticas
públicas en salud en una época donde hablar de alimentarse bien y de hervir el
agua podría ser ejemplo de trabajo subversivo o comunista.
En la segunda, casi en la edad adulta del narrador, se deja
a un lado el tinte personal para hablar de un país convulsionante, un médico
empeñado en que mejore la sociedad, las amenazas y los grupos paramilitares,
incluso, las tribulaciones de un padre reciente y un hijo comprometido. La combinación
de ambas resulta en un extraordinario homenaje a la vida, al compromiso, al
amor familiar.
Es un texto, con más tintes de narración que de novela, que
simplemente se disfruta entre líneas, viendo cómo los personajes van
evolucionando para mostrar respeto y cariño, y sobre todo, admiración hacia la
labor. Trabajador incansable, aunque sin un peso en la bolsa, siempre estaba
dispuesto a apoyar si alguien le pedía. “Hay un único motivo por el que vale la
pena perseguir algún dinero: para poder conservar y defender a toda costa la
independencia mental, sin que nadie nos pueda someter a un chantaje laboral que
nos impida ser lo que somos.” (130)
Y es que el mismo narrador reflexiona sobre el hombre, el
padre, el médico, el abuelo, el desinteresado en el dinero, el comprometido con
su ideología, y así como cada letra forma una palabra, así cada anécdota va
dando el perfil de este singular personaje. “Esa manera de ir hundiendo
sonidos, como en un piano, para convertir las ideas en letras y en palabras, me
pareció desde el principio –y me sigue pareciendo- una de las magias más
extraordinarias del mundo.” (21)
El padre murió muchos años atrás, pero el narrador nos dice
que el texto fue madurando lentamente, hasta que decide enfrentar su pasado. “Las
imágenes se han perdido. Los años, las palabras, los juegos, las caricias se
han borrado, y sin embargo, de repente, repasando el pasado, algo vuelve a
iluminarse en la oscura región del olvido.” (144) Y de esa iluminación logra homenajear de la única manera real que tiene a su alcance: las palabras. “Creo que el único motivo por el que he sido capaz de seguir escribiendo estos años, y de entregar mis escritos a la imprenta, es porque sé que mi papá hubiera gozado más que nadie al leer todas estas páginas mías que no alcanzó a leer. Que no leerá nunca. Es una de las paradojas más tristes de la vida: casi todo lo que he escrito lo he escrito para alguien que no puede leerme, y este mismo libro no es otra cosa que la carta a una sombra.” (22).
El texto dividido en capítulos, algunos de ellos con nombre,
otros simplemente con números, hace un recuento de esa vida familiar, de la
relación padre, la vida de un país que se debate entre la violencia y la
solidaridad. Con algunos epígrafes, canciones o poemas, Abad Faciolince hace
gala un amplio conocimiento literario, partiendo de la famosa frase de Borges: “ya
somos el olvido que seremos”.
A fin de cuentas, esta historia va más allá del pasado, y en
forma honesta nos hace reflexionar en cómo un padre puede amar a sus hijos, y
cómo los hijos permiten que ese amor esté siempre presente, nunca en el olvido.
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