domingo, 8 de agosto de 2010

El hambre en todos sus sentidos

Tradicionalmente las novelas sobre guerra plantean las carencias materiales y los límites inhumanos que se viven entre balas y detonaciones. Por otra parte, las de música plantean las grandes pasiones que suelen despertarse cuando se armonizan las notas. Ahora Le Clézio reúne estos dos tópicos para dar un nuevo giro a la guerra y a la música.

En La música del hambre (2009) el autor Jean-Marie Gustave Le Clézio presenta el París de la década de 1930 hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial. Entre sus jardínes y calles, los personajes de la novela ven cómo poco a poco su mundo se metamorfea hasta desparecer. Esta analogía se vive en el proyecto de la Casa de Malva, una estructura soñada por un viejo burgués, que da paso a un edificio de departamentos, para después desvanecerse como lo hace la sociedad parisina ante la ocupación nazi.

El texto se centra en la familia Brun, donde los padres Alenxandre y Justine, con el viejo tío-abuelo Samuel viven acomodadamente después de migrar de Mauricio, antigua colonia francesa de África Oriental. Entre ellos el vínculo es Ethel, una niña que vivirá rodeada de lujos, tertulias de nobles que discuten de todos los temas populares y la esperanza de encontrar una amiga.

Mientras escucha sobre inversiones, fantásticos tesoros, fiestas vespertinas y planes irrealizables, Ethel conocerá a otra exiliada: Xenia. Ella salió de Rusia ante la entrada de los Rojos, y su vida cambió por completo, pasó de vivir de banquetes y paseos por los jardines del Zar, a coser ropa ajena y tener solo lo necesario para vivir.

Como un predecesor de sus desgracias, la amistad con Xenia le hará descubrir el verdadero valor de la amistad y del amor, para después desparecerse entre las calles de París, tal como la fortuna de su padre y la herencia del viejo Samuel. Éste es el preludio de lo que sucederá en La ciudad luz y en el resto de Europa.

Durante el texto, además de los rincones urbamos de la capital francesa, exploramos las playas y las relaciones con Inglaterra, para después ver el despertar de una niña a una verdadera mujer de negocios dispuesta a recuperar lo poco que su familia podrá llevar a su propio exhilio a Niza.

Pero, he y aquí la diferencia con otras novelas, la guerra se vuelve como un telón de fondo en tonos oscuros: no se viven los bombamos ingleses o alemanes, tampoco escuchamos la ráfaga de la metralla, pero siempre está presente: en los salones del té de París, en las carreteras, incluso en la vieja playa de la primera pasión, en la ausencia de mercancia en los mercados, en la miseria que rodea a la gente que ha decidido no pactar con el invasor o desconoce cómo trabajar en un mundo cambiante.

En todo el texto, también, la música forma parte de una especie de letimotiv que proyecta la alegría, la tristeza, la miseria, o la esperanza de quienes ejecutan una pieza. Ya sea con una orquesta o con un piano con teclas de marfil, los instrumentos reflejan a su manera cómo la vida se modifica y cómo aquello que brinda satisfacción puede a la vez proyectar frustación.

Así, Ethel va conociendo lo mejor del ser humano, y la presencia del hambre que atacará físicamente a su cuerpo, y mentalmente a ella y a toda su familia. Tendrá hambre de la tranquilidad de su viejo París, de su amante, de su amiga Xenia, y también de un pedazo de pan o de una fruta fresca. Todo se ha desvenido, material y espiritualmente todo se ha vaciado, como su casa, muda testiga de los errores de su padre. ¿Queda esperanza? Ante la destrucción y la desesperanza, sí.

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